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martes, 25 de enero de 2011

Viaje al pasado

Fue su olor lo que la delató. Tantos años y seguía usando el mismo perfume que, al contacto con su piel, tenía aquel olor tan característico, aquel olor que me traía tantos recuerdos. El tren avanzaba lento al salir de Praga. El invierno estaba llegando a su fin y ya se veían algunos signos de que la primavera llamaba a las puertas de la vieja ciudad. En los jardines empezaban a despuntar los primeros brotes y las flores se abrían paso entre los restos de nieve. En ese momento yo estaba de espaldas, asomado a la ventanilla del tren, y no la vi llegar. 

Cuando pasó por detrás de mí, pude darme cuenta. Solo ella olía así. No pude evitar girarme para seguir sus caderas por el estrecho pasillo del tren. Había que reconocer que sabía caminar, el vestido negro favorecía su silueta y los discretos zapatos, sin mucho tacón, le hacían más esbeltas las piernas. Los años no habían alterado el color natural de su pelo, ese naranja intenso que tantas veces me embrujó. Me dí cuenta de que se instalaba en un compartimento al otro lado del vagón. Cuando desapareció de mi vista, no me lo podía creer. Ella, allí, tan lejos. Un fantasma del pasado.

A veces la vida te lleva por caminos insospechados, pensé. Resultaba muy curioso que una cadena de coincidencias me habían llevado hasta ese tren nocturno hacia Berlín y que ella estuviera en este mismo tren era “casi” imposible. No pude evitar sonreír al recordar nuestro último encuentro. En otro tiempo, en otro país, y en otra estación de tren. Fue ella la que decidió aceptar aquel trabajo lejos de casa, lejos de todos. Simplemente me dijo adiós y se marchó. Y ahora volvía a encontrarla,
El sol se ocultaba, lentamente, detrás de las montañas. La vía seguía el curso de uno de esos ríos europeos que lentamente, van dejándose caer hacia el mar. Encajonado en un estrecho pasillo entre montañas, veía pasar el agua lenta, reposada. De vez en cuando alguna barcaza se situaba en paralelo al tren y durante unos instantes compartíamos el mismo viaje. No me había sentado en mi butaca. Me había dejado llevar por la placidez del río y los recuerdos acumulados de los años que pasamos juntos. Al pasar la frontera de Alemania,  decidí a ir a buscarla. Pensé que al estar en un país extranjero para los dos, una tierra de nadie, podríamos conjurar juntos los fantasmas que nos separaron en el pasado. Buscaba una respuesta. No es que fuera importante encontrar respuestas ahora que ya habían pasado muchos años, pero si no lo hacía, sabía que ne arrepentiría siempre.

Me acerque lentamente por el pasillo, preguntándome como abordarla. No bastaba un simple “hola como estás”, tendría que ser algo más original. Caminaba distraído en esos pensamientos cuando al llegar delante de la puerta de su compartimento, en ese mismo instante, ella la abrió y salio al pasillo. La agarré por la cintura justo cuando se abalanzaba sobre mí. Se quedó de piedra. Pude ver la sorpresa pintada en su rostro. Al principio por el tropezón, y luego como iban abriéndose su hermosos ojos marrones conforme su cerebro reaccionaba y me reconocía. Casualmente, yo no había dejado de abrazarla por la cintura, cuando ella me puso la mano en la cara y con voz entrecortada por el susto me preguntó: “Vaya, que sorpresa. Hola, que tal, como estás?”.

Ahora, el sorprendido fui yo. Me entró la risa floja y, sin soltar su cintura, empecé a reír. Ella, sin quitar su mano de mi cara, se contagió de mi risa y acabamos abrazados en mitad del pasillo. Después de unos momentos interminables, me cogió dulcemente de la mano y me sentó a su lado en el compartimento. Cerró la puerta y corrió las cortinas, se agarró de mi brazo y recostó su cabeza contra mi hombro, haciéndose un ovillo en su asiento. No hablaba, tan solo me abrazaba fuerte.
Fuera el sol se había ocultado ya detrás de las montañas. En esa hora mágica, entre el día y la noche, en un viejo tren camino de Berlín, un amor del pasado reencontrado de forma casual lloraba, en silencio contra mi hombro. 

No había nada más que decir, sobraban todas las palabras.

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