El monte Kenia ofrece un impresionante espectáculo desde el aire,
adornado por las innumerables tonalidades de verde que salpican el
paisaje. Estamos cerca de nuestro destino y el avión, volando a baja
altura, nos deja disfrutar de la belleza del paisaje africano. El largo
trayecto me ha permitido dormir un poco y hasta creo que he soñado con
él, subiendo a la Laguna Negra muy temprano, antes de que los turistas
la invadan.
Nos gustaba la paz que se respiraba en ese lugar. El silencio, que
casi se podía tocar, mientras estábamos sentados frente al impresionante
circo de piedra y la lamina de agua oscura en esas horas iniciales del
día, cuando el sol aun no ha disipado del todo la bruma de la noche.
Entre la niebla y los enormes pinos creo haber visto la Shuka
roja de Omboni, su porte distinguido, su sonrisa sincera, hasta me ha
parecido ver como me saludaba con la mano... pero al despertar me doy
cuenta de que sigo sentado en el avión que nos devuelve, a los dos, a su
tierra. Su recuerdo viaja dentro de mi corazón y sus cenizas en la
maleta que está en la bodega. Bueno, sólo la mitad. La otra parte ya se
han quedado entre las raíces de un enorme pino que hay cerca de la que
fue la granja de mis abuelos, en Santa Inés, una aldea abandonada al
norte de Vinuesa en Soria. Esta otra mitad las devuelvo, personalmente a
Una, su pueblo natal, para esparcirlas tal y como él me pidió delante
de una higuera cualquiera en la ladera del Monte Kenia, el lugar mas
sagrado para su tribu.
Me contó mi abuelo que un día de otoño, de hace muchos años, apareció
por el pueblo aterido de frio y muerto de hambre. Más flaco que una
sombra, buscaba trabajo, pero nadie le quiso ayudar. Él, se lo encontró
esa misma tarde al volver de la taberna, sentado en una piedra al lado
del camino. Dice que tan sólo le miró y al ver la desesperación y la
soledad pintadas en sus enormes ojos se lo llevó a casa sin decir
palabra, le dio de comer y le dejó un rincón donde dormir en el establo,
encima de los animales. Que poco podía imaginar entonces el abuelo
Tomás que ese gesto de caridad había hecho a Omboni, la persona mas
feliz de la tierra. A la mañana siguiente, antes de salir el sol, se lo
encontró, orgulloso, digno y dispuesto a ayudar en las puertas del
establo. Vestía la Shuka roja que un Masai le regaló y una vara
larga que se había fabricado. A lo largo de ese día y de todos los que
vivió y cuidó de mis abuelos y de sus vacas, les demostró su enorme
valía como pastor y su cariño y agradecimiento como persona, por haberle
ayudado aquel día dándole un hogar tan lejos de su casa.
El avión esta girando y la luz del sol entre las nubes, me trae a la
memoria recuerdos de los veranos pasados en la granja. Aquellos días en
los que todavía era un chiquillo y que entonces me parecían eternos,
paseando libres al ganado por el monte los dos solos, durante todo el
día. Disfrutando del sol y de las sombras de los pinos, de los ladridos
de los perros y las esquilas de las vacas, escuchando antiguas historias
de guerras entre los Kikuyu y los Masai. Omboni me contó las viejas
leyendas des su tribu sobre su dios Ngai, el hacedor de todas las cosas
que vive oculto entre los riscos y las quebradas del Monte Kenia. Días
felices donde aprendí gracias a él, las viejas canciones para conducir
el ganado, calmar a una vaca nerviosa antes de un parto, a curar una
torcedura o quitar una espina clavada en una pezuña... pero sobre todo,
aprendí a ser persona. El viejo me cuidó esos días, pero además me hizo
el fantástico regalo de contarme, más que su viaje, su experiencia
vital.
De él aprendí que no importa el color de la piel, sino el de los
sentimientos, y que cuando uno decide emprender un viaje tan largo, debe
ser capaz de afrontar la posibilidad de que no exista un retorno. Tomó
la decisión de abandonar su tribu, atravesó selvas y desiertos, para
acabar delante de un mar tan grande como la peor de sus pesadillas, pero
siempre persiguiendo el objetivo de una vida mejor y poder volver,
algún día para ayudar a los suyos.
Gastó sus últimos ahorros en la travesía del estrecho, donde perdió a
un amigo Masai en medio de una tormenta. La lluvia y el fuerte oleaje
salvó a su patera de ser interceptada por la patrullera de la guardia
civil, pero el mal tiempo les impidió ayudar a Nairuku que cayó por la
borda. Me contó cómo el patrón los abandonó nada más llegar a tierra.
Sin nada mas que frio hambre, tuvo que esconderse unos días en las
ruinas de una casa, antes de seguir subiendo hacia el norte, buscando su
sueño. El mismo que se le resistió durante los tres años que fue
malviviendo de chabola en chabola, de empleo en empleo, sin papeles,
muchas veces sin un lugar donde guardarse de la lluvia o del frío, hasta
que, un día recogiendo melones en La Mancha, alguien le hablo de las
vacas de Soria y creyó que allí podría ser útil haciendo algo que
siempre había hecho: trabajar con animales. Durmiendo en donde podía y
comiendo de lo que encontraba, o aquello que la caridad de alguna buena
gente le ofrecía, llegó a Navalón y allí, al lado del camino, se
encontró con mi abuelo
Recuerdo cuando, muchos años más tarde, le mostré todo orgulloso mi
titulo de Veterinario recién estrenado. El viejo Omboni, le dio varias
vueltas entre sus manos y mirándome fijamente a los ojos me preguntó muy
serio:
-¿Y tu crees que este papel te va a servir para curar a las
vacas cuando estén enfermas? Para hacer eso, solo necesitas recordar
todo lo que yo te he enseñado - y me lo devolvió con un ligero gesto de
desprecio, mientras por detrás se escuchaba la risa floja de mi abuelo
Tomás.
Han pasado unos cuantos años desde aquello. Primero murió la abuela
un invierno especialmente duro. No se recuperó de una neumonía mal
curada por no dejar a su marido y al viejo Kikuyu solos en el pueblo. Al
final esa enfermedad acabo llevándose al poco tiempo, de forma
indirecta, al abuelo Tomás. Sin su querida Inés, decía que ya nada tenia
sentido. Fue en ese breve tiempo de soledad compartida cuando Omboni se
convirtió en el soporte de mi abuelo. Sin su presencia y su animo
constante, estoy seguro de que se hubiera muerto de tristeza mucho
antes. La compañía y el cariño que le ofreció en esos momentos difíciles
fueron el único aliciente para que el viejo aguantara día tras día. Al
final, el tiempo no perdona y enterramos a mis dos abuelos juntos en el
cementerio del pueblo. Omboni se quedó a cuidar de lo poco que quedaba
en la granja, al fin y al cabo aquellas tierras se habían convertido en
su hogar. Los abuelos le habían dejado en herencia una pequeña casita
que tenían allá arriba en Santa Inés, al lado del corral grande. Y allí
es donde el viejo Kikuyu cuidaba del ganado de varios vecinos hasta que
una mañana Andrés el forestal se lo encontró muerto en su cama.
No creo
que fuera muy mayor, aunque ni el mismo supo decirnos nunca su edad. Yo
quiero creer que él sintió en esos momentos, que allí había acabado su
viaje: había encontrado el lugar donde terminar sus días en paz, su
hogar, y eso es mas de lo muchos podemos decir.
Y aquí estoy, abrochándome el cinturón a punto de aterrizar en
Nairobi, cumpliendo la promesa que le hice un día de verano de hace
muchos años. Desde allí me espera un largo trayecto hasta llegar a Ena.
Una vez que termina esta tarea, podré empezar mi propio viaje.
La vida da muchas vueltas y ahora soy yo, el que busca un hogar en la
tierra del viejo Kikuyu. He ofrecido mi tiempo y mi trabajo a una ONG
en Embu, la capital del distrito. Voy a estar dos años trabajando en
proyectos de desarrollo de la ganadería local, aprendiendo un poco más
de sus tradiciones y enseñando nuevas técnicas para poder así devolver
una pequeña parte de todo lo que aquel viejo guerrero hizo por nuestra
familia.
Versión larga de un cuento presentado al I Concurso de microrrelatos de Casa África.
Dedicado a E.
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