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sábado, 4 de enero de 2014

Bahati Mzuri! (Buena suerte).

El monte Kenia ofrece un impresionante espectáculo desde el aire, adornado por las innumerables tonalidades de verde que salpican el paisaje. Estamos cerca de nuestro destino y el avión, volando a baja altura, nos deja disfrutar de la belleza del paisaje africano. El largo trayecto me ha permitido dormir un poco y hasta creo que he soñado con él, subiendo a la Laguna Negra muy temprano, antes de que los turistas la invadan.

Nos gustaba la paz que se respiraba en ese lugar. El silencio, que casi se podía tocar, mientras estábamos sentados frente al impresionante circo de piedra y la lamina de agua oscura en esas horas iniciales del día, cuando el sol aun no ha disipado del todo la bruma de la noche. Entre la niebla y los enormes pinos creo haber visto la Shuka roja de Omboni, su porte distinguido, su sonrisa sincera, hasta me ha parecido ver como me saludaba con la mano... pero al despertar me doy cuenta de que sigo sentado en el avión que nos devuelve, a los dos, a su tierra. Su recuerdo viaja dentro de mi corazón y sus cenizas en la maleta que está en la bodega. Bueno, sólo la mitad. La otra parte ya se han quedado entre las raíces de un enorme pino que hay cerca de la que fue la granja de mis abuelos, en Santa Inés, una aldea abandonada al norte de Vinuesa en Soria. Esta otra mitad las devuelvo, personalmente a Una, su pueblo natal, para esparcirlas tal y como él me pidió delante de una higuera cualquiera en la ladera del Monte Kenia, el lugar mas sagrado para su tribu.

Me contó mi abuelo que un día de otoño, de hace muchos años, apareció por el pueblo aterido de frio y muerto de hambre. Más flaco que una sombra, buscaba trabajo, pero nadie le quiso ayudar. Él, se lo encontró esa misma tarde al volver de la taberna, sentado en una piedra al lado del camino. Dice que tan sólo le miró y al ver la desesperación y la soledad pintadas en sus enormes ojos se lo llevó a casa sin decir palabra, le dio de comer y le dejó un rincón donde dormir en el establo, encima de los animales. Que poco podía imaginar entonces el abuelo Tomás que ese gesto de caridad había hecho a Omboni, la persona mas feliz de la tierra. A la mañana siguiente, antes de salir el sol, se lo encontró, orgulloso, digno y dispuesto a ayudar en las puertas del establo. Vestía la Shuka roja que un Masai le regaló y una vara larga que se había fabricado. A lo largo de ese día y de todos los que vivió y cuidó de mis abuelos y de sus vacas, les demostró su enorme valía como pastor y su cariño y agradecimiento como persona, por haberle ayudado aquel día dándole un hogar tan lejos de su casa.

El avión esta girando y la luz del sol entre las nubes, me trae a la memoria recuerdos de los veranos pasados en la granja. Aquellos días en los que todavía era un chiquillo y que entonces me parecían eternos, paseando libres al ganado por el monte los dos solos, durante todo el día. Disfrutando del sol y de las sombras de los pinos, de los ladridos de los perros y las esquilas de las vacas, escuchando antiguas historias de guerras entre los Kikuyu y los Masai. Omboni me contó las viejas leyendas des su tribu sobre su dios Ngai, el hacedor de todas las cosas que vive oculto entre los riscos y las quebradas del Monte Kenia. Días felices donde aprendí gracias a él, las viejas canciones para conducir el ganado, calmar a una vaca nerviosa antes de un parto, a curar una torcedura o quitar una espina clavada en una pezuña... pero sobre todo, aprendí a ser persona. El viejo me cuidó esos días, pero además me hizo el fantástico regalo de contarme, más que su viaje, su experiencia vital.
De él aprendí que no importa el color de la piel, sino el de los sentimientos, y que cuando uno decide emprender un viaje tan largo, debe ser capaz de afrontar la posibilidad de que no exista un retorno. Tomó la decisión de abandonar su tribu, atravesó selvas y desiertos, para acabar delante de un mar tan grande como la peor de sus pesadillas, pero siempre persiguiendo el objetivo de una vida mejor y poder volver, algún día para ayudar a los suyos.

Gastó sus últimos ahorros en la travesía del estrecho, donde perdió a un amigo Masai en medio de una tormenta. La lluvia y el fuerte oleaje salvó a su patera de ser interceptada por la patrullera de la guardia civil, pero el mal tiempo les impidió ayudar a Nairuku que cayó por la borda. Me contó cómo el patrón los abandonó nada más llegar a tierra. Sin nada mas que frio hambre, tuvo que esconderse unos días en las ruinas de una casa, antes de seguir subiendo hacia el norte, buscando su sueño. El mismo que se le resistió durante los tres años que fue malviviendo de chabola en chabola, de empleo en empleo, sin papeles, muchas veces sin un lugar donde guardarse de la lluvia o del frío, hasta que, un día recogiendo melones en La Mancha, alguien le hablo de las vacas de Soria y creyó que allí podría ser útil haciendo algo que siempre había hecho: trabajar con animales. Durmiendo en donde podía y comiendo de lo que encontraba, o aquello que la caridad de alguna buena gente le ofrecía, llegó a Navalón y allí, al lado del camino, se encontró con mi abuelo

Recuerdo cuando, muchos años más tarde, le mostré todo orgulloso mi titulo de Veterinario recién estrenado. El viejo Omboni, le dio varias vueltas entre sus manos y mirándome fijamente a los ojos me preguntó muy serio:
-¿Y tu crees que este papel te va a servir para curar a las vacas cuando estén enfermas? Para hacer eso, solo necesitas recordar todo lo que yo te he enseñado - y me lo devolvió con un ligero gesto de desprecio, mientras por detrás se escuchaba la risa floja de mi abuelo Tomás.

Han pasado unos cuantos años desde aquello. Primero murió la abuela un invierno especialmente duro. No se recuperó de una neumonía mal curada por no dejar a su marido y al viejo Kikuyu solos en el pueblo. Al final esa enfermedad acabo llevándose al poco tiempo, de forma indirecta, al abuelo Tomás. Sin su querida Inés, decía que ya nada tenia sentido. Fue en ese breve tiempo de soledad compartida cuando Omboni se convirtió en el soporte de mi abuelo. Sin su presencia y su animo constante, estoy seguro de que se hubiera muerto de tristeza mucho antes. La compañía y el cariño que le ofreció en esos momentos difíciles fueron el único aliciente para que el viejo aguantara día tras día. Al final, el tiempo no perdona y enterramos a mis dos abuelos juntos en el cementerio del pueblo. Omboni se quedó a cuidar de lo poco que quedaba en la granja, al fin y al cabo aquellas tierras se habían convertido en su hogar. Los abuelos le habían dejado en herencia una pequeña casita que tenían allá arriba en Santa Inés, al lado del corral grande. Y allí es donde el viejo Kikuyu cuidaba del ganado de varios vecinos hasta que una mañana Andrés el forestal se lo encontró muerto en su cama. 

No creo que fuera muy mayor, aunque ni el mismo supo decirnos nunca su edad. Yo quiero creer que él sintió en esos momentos, que allí había acabado su viaje: había encontrado el lugar donde terminar sus días en paz, su hogar, y eso es mas de lo muchos podemos decir.

Y aquí estoy, abrochándome el cinturón a punto de aterrizar en Nairobi, cumpliendo la promesa que le hice un día de verano de hace muchos años. Desde allí me espera un largo trayecto hasta llegar a Ena. Una vez que termina esta tarea, podré empezar mi propio viaje.
La vida da muchas vueltas y ahora soy yo, el que busca un hogar en la tierra del viejo Kikuyu. He ofrecido mi tiempo y mi trabajo a una ONG en Embu, la capital del distrito. Voy a estar dos años trabajando en proyectos de desarrollo de la ganadería local, aprendiendo un poco más de sus tradiciones y enseñando nuevas técnicas para poder así devolver una pequeña parte de todo lo que aquel viejo guerrero hizo por nuestra familia.


Versión larga de un cuento presentado al I Concurso de microrrelatos de Casa África.
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Dedicado a E.

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