La verdad es que no se lo esperaba. Sus ojos reflejaban uno de esos
intensos dolores de cabeza que la obligaban a recluirse y a excluirse
del mundo. Parecía cansada y su mirada vidriosa le decía que no había
terminado su particular via crucis. Sin embargo estaba tranquila cuando le dijo aquello:
- Estoy segura de que si, por una casualidad, me pusiera de verdad enferma, tú, no me cuidarías.
Él no supo que contestar y la perplejidad se asomó a su cara. Y lo
peor es que pensado con frialdad, como siempre tenía, al menos, parte de
razón. No estaba seguro de que pudiera cuidarla. Por supuesto que
procuraría que no le faltara de nada, pero...quizá fuese ese el
problema. Si la cuidara como se cuidaba él, estaba seguro de que no lo
haría nada bien.
Ya no había cariño, ni ternura entre los dos. Hacía
mucho que ambos, lejos de ocultarse la realidad el uno al otro, la
habían dejado de una manera tácita a un lado. Una solución sencilla,
como si no hablar de ellos como pareja, eliminara el problema.
Por
supuesto que tenían una vida en común, un hijo, una casa, unos (pocos)
amigos comunes,...todo tan normal. Pero ambos sabían, que el peso de la
cotidianeidad hacía mucho que había sepultado lo que un día pudieron
sentir el uno por el otro, bajo un montón de escombros. Un aburrido
montón de silencios sobreentendidos.
No fue ninguna sorpresa cundo al llegar unos días después a su casa, de un viaje de trabajo, se encontró una nota que decía:
"Adiós, no voy a volver. Me voy con mi medico, ella sabrá cuidarme. Ya te llamará mi abogado para los
detalles. Me llevo al niño".
En los primeros momentos, no supo como reaccionar al pasear por la
casa desierta, viendo los cajones medio vacíos y los armarios abiertos.
Todavía quedaban juguetes del crío en las estanterías de su cuarto.
Objetos compartidos en el cuarto de baño, los trastos de la cocina. Que fácil era romper y empezar de nuevo, se dijo, si tienes un punto
de apoyo. Volver a empezar es algo con lo que él había soñado muchas
veces, pero nunca se había atrevido a hacer.
Al cabo de un rato,
sentado en un sillón, con la mirada perdida, no pudo evitar sonreír.
Habría quien se alegraría y mucho, de esta nueva situación. Cogió el
teléfono y marcó. Bastaron tres timbrazos y una voz conocida le
respondió:
-¿Ya está?. -Si. Se ha ido.
Y colgó.
Sabía que en diez minutos como máximo, todo volvería a empezar. Pero esta vez, se dijo, tendría más cuidado, mucho más cuidado.
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