Todas las mañanas aparece por el bar puntualmente a la misma hora.
Serio, aseado y formal, con la ropa gastada pero limpia. Apoyado en un
bastón, con la carga de los muchos años inclinando su espalda, va
directo hacia una pequeña mesa, casi siempre vacía, al final de la
barra. No necesito que me diga nada, una mirada es suficiente. Mientras
le pongo el café, sus ojos van recorriendo todo el bar buscando el
periódico. Si lo encuentra ocupado por algún cliente ocasional, se
resigna y espera pacientemente. Pero si es uno de los clientes fijos el
que lo tiene en esos momentos hay una regla no escrita dictada por el
respeto hacia sus muchas canas, que, en cuanto lo ven buscar con la
mirada, les lleva a cederle el turno de lectura a D. Ramón.
-Caramba caballero, no le había visto entrar - miente piadoso
Enrique, encargado de las obras del Parking, mientras se levanta y le
acerca el periódico. ¿Como estamos?
D. Ramón, agradecido hace un leve gesto con la cabeza, aceptando la
invitación y recogiendo su tesoro diario, mientras le contesta:
- Esperando que acabe este dichoso invierno. Este frío, no le hace ningún bien a mis cansados huesos.
Enrique asiente paciente y se vuelve a la mesa. Sabe que ya no verá
el periódico esta mañana pero también sabe que el guiño que le he
enviado se lo asegura a la hora de comer. Esa es la regla: quien cede el
diario a D. Ramón es el siguiente en tenerlo. Mientras voy secando
platos después de los almuerzos, me quedo mirando como apura su taza y
la lectura, que como él mismo me contó es su única distracción diaria
desde que, hace ya varios años, murió su mujer. Tengo entendido que
entre las vecinas del edificio donde vive desde siempre, se van turnando
para ayudarle a limpiar la casa, lavarle la ropa y atenderlo si se
encuentra pachucho.
No es muy hablador, pero alguno de estos días tontos, en los que sin
saber porqué la gente se olvida de venir al bar, he tenido la suerte de
que me dejara sentarme a su lado y así poder disfrutar los dos. Yo
escuchando y el contándome historias. Porque D. Ramón fue, durante mas
de treinta años, dueño del único quiosco de los alrededores hasta que
abrieron la galería comercial. El ha sido testigo de todos los cambios
que se han producido en el Paseo del Olvido. Conoce a todo el mundo y
todos lo conocen y respetan. Los mayores de ahora eran los chiquillos
que muchos días, cuando no tenían más que para lo estrictamente
necesario, sólo podían comerse un caramelo cuando él se los regalaba.
Más de uno y mas de dos, han aprendido a leer con él en el quiosco,
enseñándoles pacientemente las letras y dejándoles que leyeran gratis
los diarios, siempre y cuando no los estropearan. Tebeos, fotonovelas,
libros... todos pasaban por el quiosco que, en aquellos tiempos, era el
centro de intercambio de cultura de ese pequeño barrio de gente humilde,
cuando el centro de la ciudad aún quedaba muy lejos.
Los maestros
le pedían los libros de lectura para el colegio y él siempre se las
apañaba para conseguir algún ejemplar de más para la biblioteca. En los
tiempos difíciles después de la guerra, su trastienda se convirtió en
una pequeña librería clandestina. Era el único sitio donde se podía leer
a los autores prohibidos y muchos que ahora se las dan de
intelectuales, tienen que agradecérselo a su valentía y a su coraje.
Además nunca le faltaba una palabra amable. Siempre sonriente a pesar
de ser, junto con Paco el hornero, de los más madrugadores.
- Me gustaba empezar el día leyendo el periódico - me contó -
mientras me tomaba el primer café del día. Eran esos momentos de
tranquilidad, antes de comenzar la jornada: mi tiempo. Cada día
estrenaba un periódico nuevo que venía cargado de noticias, unas buenas,
otras no tanto. Pero no solo disfrutaba del diario en si, me encantaba
el olor de la tinta fresca, el tacto del papel, el oír crujir las
paginas mientras las pasaba despacio, el sabor que se me quedaba pegado a
la lengua cuando mojaba los dedos para pasarlas... que tiempos
aquellos. Que sensaciones. Ahora viejo, sordo y casi ciego, solo puedo
leer los titulares, pero de vez en cuando me llega el olor a tinta
fresca, el recuerdo de esos pequeños placeres cotidianos es lo único que
nos queda a los viejos.
Sólo faltó a su cita con los periódicos cuando su mujer, cayó enferma.
- No fue mucho tiempo - me dijo bajando la voz, mirando hacia fuera
con ojos tristes - toda una vida juntos y en solo tres meses se marchó, y
yo me quedé muy solo.
Ese día, fue el único en el que vi una sombra de tristeza pasar por
sus ojos. Tan solo acerté a apoyar mi mano sobre la suya, pero él supo
agradecerme ese gesto de cariño con una sonrisa.
- Venga D. Ramón, que hoy le invito yo al café, que mañana me voy de
vacaciones - le dije levantándome deprisa, con esa falsa alegría que
pretende contener las lágrimas.
- Muchas gracias Rita - me contestó sonriendo - esperó que descanses y
que te lo pases muy bien - me deseó mientras se levantaba despacio y
apoyándose en su bastón, salía del bar. Nos veremos cuando vuelvas.
Hoy termino mis vacaciones pero me he levantado con un mal
presentimiento. Al llegar al bar y subir la persiana notaba una opresión
rara en el pecho. No he podido resistirme y lo primero que he hecho ha
sido abrir el periódico por las páginas de las esquelas. Mi pequeño
homenaje a D. Ramón ha sido dejar durante todo el día un café
enfriándose en su mesa junto al periódico que, por respeto, nadie se ha
atrevido a tocar.

Fotografía vía: Las mil caras de mi ciudad.
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